La polilla no tiene la belleza de la mariposa.
Sin embargo, la vida le ha hecho más fuerte.

Ingenuo

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Ella siempre te ha querido a ti
Lo he notado en su mirada
Cuantas noches he pasado aquí
Refugiado en su almohada
Pretendiendo enamorarla
Me ha sido inútil
Y mientras él va de ruta a Raquel

Y hoy he gritado su nombre
No me ha hecho caso
Se fija en un solo norte
Paso de largo
La quiero tanto, nooooo
(la quiero tanto) noo, nooo

Mientras tanto he seguido aquí
como un tonto enamorado
y a veces he llegado a creer
que vendría aquí a mi lado
y hoy desisto de intentarlo
me he dado cuenta
que no fui yo: se la ha llevado él

Y hoy he gritado su nombre
No me ha hecho caso
Se fija en un solo norte
Paso de largo
La quiero tanto, nooooo
(la quiero tanto) noo, nooo
la quiero tanto, no
(la quiero tanto)
Y hoy he gritado su nombre
No me ha hecho caso
Se fija en un solo norte
Paso de largo

La quiero tanto


Los mouses más originales

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Un momento en la Historia Universal


"Compatriotas: He venido hoy aquí, humilde por la tarea que tengo ante vosotros, agradecido por la confianza que me habeis otorgado, consciente de los sacrificios de nuestros ancestros. Agradezco al presidente Bush por su labor hacia nuestro país. Así como la generosidad y cooperación que ha mostrado a lo largo de la transición. Cuarenta y cuatro estadounidenses han tomado el juramento presidencial. Se han dicho muchas palabras durante las crecientes oleadas de prosperidad y las tranquilas aguas de paz. Pero, de vez en cuando el juramento se produce en momentos de nubarrones y fieras tormentas. En esos momentos, Estados Unidos ha surgido no solo por la habilidad o visión de aquellos en altos cargos, sino porque Nosotros, la Gente, nos hemos mantenido fieles a los ideales de nuestros ancestros, y a nuestros documentos fundacionales. Así ha sido. Así debe ser con las generaciones de estadounidenses. Que estamos en el medio de una crisis, se sabe bien ahora. Nuestro país está en guerra, contra una red de violencia y odio a la que es difícil llegar. Nuestra economía está muy debilitada, consecuencia de la avaricia y la irresponsabilidad de parte de algunos, pero también la población ha fallado al hacer malas elecciones y preparar al país para una nueva era. Se han perdido hogares, destruido empleos, se han cerrado negocios. Nuestro sistema de salud es demasiado costoso, nuestras escuelan fallan demasiado, y cada día hay más evidencias de que las formas en que usamos la energía fortalecen a nuestros adversarios y amenazan a nuestro planeta.

Estos son los indicadores de la crisis, sujetos a los datos y estadísticas. Menos cuantificable pero no por ello menos profundo es la socavación de la confianza a lo largo del país, un temor persistente de que la caída de EE UU es inevitable y que la próxima generación debe disminuir sus visiones. Hoy os digo que los desafíos que afrontamos son reales, son serios y son muchos. No serán superados fácilmente o en un corto período de tiempo. Pero sabed esto, EE UU los superará. En este día, nos reunimos porque hemos escogido la esperanza sobre el miedo, la unidad de propósitos sobre el conflicto y la discordia. En este día, venimos a proclamar el fin de las quejas insignificantes y las falsas promesas, las recriminaciones y los dogmas gastados que por mucho tiempo han ahogado a nuestros políticos. Seguimos siendo una nación joven, pero según las Escrituras, ha llegado el momento de hacer a un lado las cosas infantiles. Ha llegado el momento de reafirmar nuestro espíritu duradero, de escoger nuestra mejor historia, de llevar hacia delante ese precioso regalo, esa noble idea, que ha pasado de generación a generación: la promesa divina de que todos somos iguales, todos somos libres y todos merecemos una oportunidad de buscar su total felicidad. En reafirmar la grandeza de nuestro país, entendemos que la grandeza nunca es un regalo, que debemos ganarla. Nuestro viaje nunca ha sido de atajos o de conformarnos con menos. NO ha sido el camino de los pusilánimes, de aquellos que prefieren divertirse al trabajo, o buscan solo los placeres de los ricos y la fama. Ha sido el de los que toman riesgos, de los emprendedores, de los que crean cosas, algunos conocidos pero la mayoría son hombres y mujeres desconocidos en su labor, quienes nos han llevado por el largo y duro camino hacia la prosperidad y la libertad.

Por nosotros, ellos empacaron sus pocas posesiones y atravesaron océanos en busca de una nueva vida. Por nosotros, trabajaron duro y se establecieron en el oeste, soportaron el látigo y sembraron en terrenos áridos. Por nosotros, combatieron y murieron en lugares como Concord y Gettysburgo, Normandía y Khe Sahn. Una y otra vez, esos hombres y mujeres lucharon y se sacrificaron y trabajaron hasta que sus manos estuvieron rotas para que pudiésemos tener una vida mejor. Ellos vieron a un EE UU tan grande como la suma de nuestras ambiciones individuales, mayor que todas las diferencias de nacimiento o riqueza o facción.

Éste es el viaje que continuamos hoy. Seguimos siendo la nación más poderosa y próspera de la tierra. Nuestros trabajadores no son menos productivos que antes de que comenzara la crisis. Nuestras mentes no son menos imaginativas, nuestros bienes y servicios se necesitan igual que la semana pasada o el mes pasado o el año pasado. Nuestras capacidades siguen sin disminuir. Pero nuestro tiempo de mantenernos sin cambiar, de proteger nuestros reducidos intereses y de posponer las decisiones poco placenteras, ese tiempo ha pasado. A partir de hoy, debemos reanimarnos, sacudirnos el polvo y comenzar a trabajar para rehacer a EE UU.

Por todas partes que miramos hay trabajo que hacer. El estado de nuestra economía exige acciones, rápidas y drásticas, y actuaremos, no solo para crear nuevos empleos, sino para poner una nueva base de crecimiento. Construiremos puentes y caminos, redes eléctricas y líneas digitales que impulsen nuestro comercio y nos unan. Restauraremos la ciencia y la pondremos en su justo lugar, y enarbolaremos las maravillas tecnológicas para elevar la calidad de la salud y bajar sus costes. Aprovecharemos el sol y el viento, y el suelo como combustible para nuestros coches y fábricas. Transformaremos nuestras escuelas y universidades para cubrir las demandas de una nueva era. Todo esto lo podemos hacer. Y todo esto es lo que haremos.

Ahora, existen algunos que se preguntan por la escala de nuestras ambiciones, quienes sugieren que nuestro sistema n puede tolerad planes demasiado grandes. Sus recuerdos son escasos. Ellos han olvidado lo que este país ya ha hecho, lo que hombres y mujeres libres pueden alcanzar cuando la imaginación se une con propósitos comunes y la necesidad del valor.

Los que los cínicos no pueden entender es que el suelo bajo sus pies ha cambiado, que los argumentos políticos rancios que nos han consumido por tanto tiempo ya no son aplicables. La pregunta que nos hacemos hoy no es si nuestro gobierno es muy grande o muy pequeño, sino si trabaja, si ayuda a las familias a encontrar empleo con un salario decente, un sistema de salud que pueden costear, una jubilación digna. Donde la respuesta es sí, intentamos seguir adelante. Donde la respuesta es no, los programas terminarán. Y aquellos de nosotros que manejamos el dinero público tendremos que rendir cuentas, gastar sabiamente, reformar malos hábitos y hacer nuestros negocios abiertamente, porque solo entonces podemos restaurar la confianza vital entre la gente y su gobierno.

Tampoco es para nosotros una pregunta de si el mercado es una fuerza del bien o del mal. Su poder de generar riqueza y expandir la libertad no tiene comparación, pero la crisis nos ha recordado que sin un ojo observador, el mercado puede salirse del control, y que un país no puede prosperar mucho tiempo cuando favorece sólo a los prósperos. El éxito de nuestra economía siempre ha dependido no solo del tamaño de nuestro producto interior bruto, sino en el alcance de nuestra prosperidad, en nuestra habilidad de extender las oportunidades a cada corazón dispuesto, no por caridad sino porque es la ruta más segura para nuestro bien común.

En cuanto a nuestra defensa común, rechazamos como falsa la opción entre nuestra seguridad y nuestros ideales. Nuestros Padres Fundadores, que afrontaron peligros que poco podemos imaginar, diseñaron un capítulo para asegurar el gobierno de la ley y de los derechos del hombre, un capítulo extendido por la sangre de generaciones. Esos ideales aún iluminan el mundo, y no renunciaremos a ellos por el bien de la conveniencia. Y para todo el resto de la gente y los gobiernos que nos están viendo hoy, desde las grandes capitales a la pequeña aldea donde nació mi padre: sabed que EE UU es amigo de todos los países y de todos los hombres, mujeres y niños que buscan un futuro de paz y dignidad, y que estamos listos para liderar una vez más.

Recordad que generaciones anteriores derrotaron el fascismo y el comunismo no solo con misiles y carros de combate, sino con alianzas sólidas y convicciones duraderas. Entendieron que nuestro poder por sí solo no puede protegernos, ni nos da la libertad de hacer lo que queramos. En cambio, sabían que nuestro poder crece mediante su uso prudente, nuestra seguridad emana de la justicia de nuestra causa, la fuerza de nuestro ejemplo, de las cualidades atenuadas de la humildad y la moderación.

Somos los conservadores de este legado. Guiados por estos principios una vez más, podemos afrontar esas nuevas amenazas que demandar incluso esfuerzos mayores, una mayor cooperación y entendimiento entre los países. Comenzaremos con traspasar responsablemente Irak a sus pobladores y forjar una paz duramente ganada en Afganistán. Con viejos amigos y ex enemigos, trabajaremos incansablemente para disminuir la amenaza nuclear y el espectro del calentamiento del planeta. No nos disculparemos por nuestro modo de vida, ni bajaremos nuestras defensas y para quienes buscan avanzar en sus intentos por inducir el terror y la matanza de inocentes, os decimos que nuestro espíritu es más fuerte y no puede romperse, no pueden sobrevivirnos y os derrotaremos.

Porque sabemos que nuestra herencia diversa es una fortaleza, no una debilidad. Somos una nación de cristianos y musulmanes, judíos e hindúes y de no creyentes. Estamos modelados por todos los idiomas y culturas, atraídos de cada rincón de esta tierra, y como hemos probado el trago amargo de la guerra civil y la segregación y emergió de ese capítulo oscuro más fuerte y más unido, no podemos evitar el creer que los viejos odios pasarán algún día, que las líneas de las tribus pronto serán disueltas, de que a medida que el mundo se hace más pequeño, nuestra humanidad común se revelará y que EE UU debe jugar su papel en marcar el comienzo de una nueva era de paz.

Al mundo musulmán, buscamos una nueva forma de salir adelante, en base a nuestros intereses y respeto mutuos. A los líderes mundiales que buscan sembrar conflicto o culpar de los males de su sociedad a Occidente, sepan que su gente los juzgará por lo que puedan construir, no por lo que destruyen. A quienes se aferran al poder a través de la corrupción y el engaño y silencian a los disidentes, sepan que estáis en el lado incorrecto de la historia, pero que extenderemos una mano si estáis dispuestos a deshacer el puño.

A la gente de los países pobres, prometemos trabajar juntos para hacer que sus granjas prosperen y permitir que fluyan las aguas limpias, para alimentar los cuerpos famélicos y las mentes hambrientas. Y a aquellas naciones como la nuestra que disfrutan de relativa abundancia, decimos que no podemos afrontar más la indiferencia de los que sufren fuera de nuestras fronteras, ni podemos consumir los recursos del mundo sin tomar en cuenta sus efectos. Porque el mundo ha cambiado, y debemos cambiar con él.

Mientras analizamos el camino que se presenta ante nosotros, recordamos con humilde gratitud a aquellos estadounidenses valientes quienes, en este mismo momento, patrullan lejanos desiertos y distantes montañas. Ellos tienen algo que decirnos hoy, así como los héroes caídos que yacen en Arlington nos susurran a través del tiempo. Os honramos no solo porque sois los guardianes de nuestra libertad, sino porque encarnáis el espíritu del servicio, la disposición a encontrar significado a algo más grande que vosotros mismos. Y es en este momento, un momento que definirá una generación, cuando este espíritu debe englobarnos a todos.

Porque por mucho que el gobierno pueda y deba hacer, es finalmente en la fe y la determinación de los estadounidenses en lo que descansa este país. Es la amabilidad con que tratamos a un extraño cuando se rompe la presa, el altruismo de los trabajadores que prefieren recortar sus horas en vez de ver a un amigo perder su empleo lo que nos hace ver a través de nuestras horas oscuras. Es el coraje del bombero de lanzarse por una escalera llena de humo, pero también de la disposición de los padres de criar a un niño lo que finalmente decide nuestro destino.

Nuestros desafíos pueden ser nuevos. Los instrumentos con los que los afrontamos pueden ser nuevos. Pero esos valores sobre los que depende nuestro éxito -el trabajo duro y la honestidad, el valor y el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo- esas son cosas viejas. Esas cosas son verdaderas. Ellas han sido la fuerza subyacente del progreso a lo largo de la historia. Lo que se pide entonces es un retorno de esas verdades. Lo que requerimos ahora es una nueva era de responsabilidad, un reconocimiento, de parte de cada estadounidense, de que tenemos deberes hacia nosotros mismos, a nuestro país y el mundo, deberes que no aceptamos a regañadientes sino mas bien con alegría, firmes en el conocimiento de que no hay nada más satisfactorio para el espíritu, tan definidor de nuestra personalidad, que dar todo lo que podamos ante una tarea difícil.

Este es el precio y la promesa de la ciudadanía.

Esta es la fuente de nuestra confianza, el conocimiento de que Dios nos llama para delinear un destino incierto.

Este es el sentido de nuestra libertad y credo, el porqué hombres y mujeres y niños de todas las razas y creencias pueden unirse en celebración en este magnífico Mall, y el porqué un hombre cuyo padre hace menos de 60 años pudo no haber trabajado en un restaurante local, está hoy aquí para tomar el juramento más sagrado.

Así que marquemos este día con recuerdo, de quienes somos y cuan lejos hemos llegado. En el año de nacimiento de EE UU, en los meses más fríos del año, una pequeña banda de patriotas se acurrucan cerca de fogatas languidecientes a las orillas de un río congelado. La capital fue abandonada. El enemigo avanzaba. La nieve se mezclaba con la sangre. En ese momento cuando el resultado de nuestra revolución pendía de un hilo, el padre de nuestra nación ordenó que se leyeran estas palabras:

"Informad al mundo futuro... que en las profundidades del invierno, cuando nada sino la esperanza y la virtud pueden sobrevivir... que la ciudad y el país, alarmado ante un peligro común, han salido al frente para hacerle frente".

EEUU. A las puertas de nuestros peligros comunes, en este invierno de nuestras privaciones, recordemos estas palabras eternas. Con esperanza y virtud, afrontemos una vez más las corrientes heladas, y hagamos frente a lo que traiga la tormenta. Que los hijos de nuestros hijos digan que cuando fuimos puestos a prueba, rehusamos dejar que este viaje termine, que no volvimos atrás, que no fallamos y con los ojos fijos en el horizonte y con la gracia de Dios, llevamos adelante el gran regalo de la libertad y lo entregamos de forma segura a las futuras generaciones.

No quiero ser vampiresa

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Me atraes, eterna inmortalidad. Quisiera ver pasar los años y las épocas, todo cambiando a mi alrededor: las modas ridículas, las ciudades aplastándose unas a otras, el color del cielo cuando la capa de ozono se vaya jodiendo y nos queme más y más... Quisiera ver pasar las primaveras, y las flores marchitar. Flores y árboles extinguiéndose, animales muertos de sed. Las personas siendo cada vez más egoístas, buscando su propio placer. Un mundo de silencio, la no confianza en el ser humano.

Y ahí estaría yo, embutida en un traje de cuero, vampiresa indestructible. Aniquilando a los asesinos, a los ladrones y banqueros, a los jodidamente ricos y avaros. Jamás vería la luz del sol que también los mataría, pero me alegraría de que ésta existiese. Porque la raza humana no merecería vivir.

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Pero aún así... sigo siendo humana; una humana que no da ni un duro por el futuro que se nos avecina. Bendita esperanza, todo era una mentira... Mi sonrisa de ayer, no la creas.

La película más desquiciante: Lars y una chica de verdad

Este fin de semana he tenido maratón de cine. He podido ver, por fin, Entrevista con el vampiro, ya que en menos de un mes me he leído el tochazo de Anne Rice (tochazo por voluminoso, no por tostón). La película, la verdad, no es que me haya defraudado: entiendo que 400 páginas no se pueden condensar en hora y media y que hay que suprimir escenas no tan vistosas en el cine. Mi escena favorita, por supuesto, es la que la niña (ya vampira) Claudia se levanta tras su transformación, después de beber la sangre de su creador, y lo primero que dice es: "Quiero más". Es realmente escalofriante.

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El domingo ví un éxito comercial. Al menos, ví el trailer anunciado en televisión: Viaje a Darjeeling. Una comedia alocada y sin sentido, protagonizada por tres hermanos que han perdido la confianza entre ellos, y ansían recuperarla tras el viaje por tierras hindúes.

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Pero sin duda la peli que más me ha sacado de quicio este fin de semana que ya dejamos atrás (estamos a martes, ni te cases ni...) es Lars y una chica de verdad. ¡Dios, a cada instante estaba echándome las manos a la cabeza y pensando: ¿pero qué coño?!

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El argumento es este: un chico se compra una muñeca de plástico y la trata como si fuera una chica real. La cuestión es que, influenciados por una psicóloga, todo el pueblo le sigue la corriente para que el chico salga de esa crisis mental que padece (muy bien de la cabeza no está).

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Esta es la mejor escena: cuando Lars, el protagonista, va a presentar a su "novia" a su hermano y su mujer. La cara de ambos es un poema.

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Lo bonito de esta peli es comprobar cómo un pueblo entero se une para ayudar a uno de sus vecinos. Realmente entrañable. Eso sí, Lars, como una cabra.

Claudia, la niña vampira

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Es Claudia un personaje singular e irrepetible. Se la echa mucho de menos en el resto de la saga de Anne Rice y en la película se come a Louis y a Lestat cada vez que los rizos de oro, la sonrisa ingenua y maligna a un tiempo y el cuerpo pequeño de esta niña eterna aparecen en escena.

Me cuesta catalogarla como malvada ya que, a pesar de ser vampira y de disfrutar de su condición quizás es porque aceptó su destino con resignación, frustrada como estaba por no poder crecer.

Es desesperantemente desgarradora su mirada y su primera frase como vampira ese ¡Quiero más! que me hiela la sangre cada vez que lo leo o lo escucho.

Y es que, Claudia es, en cierto modo como "Alicia en el país de los horrores", rodeada de muerte, lascivia, sangre y dolor. Y sin madre. Sin pasado. Sin futuro. Sin destino.

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No creo que su necesidad de una figura maternal fuese lo que hizo que se refugiase en Madeleine, sino el dolor profundo que sintió al ver como su amado Louis se alejaba poco a poco de ella para siempre.

El amor de Claudia por Louis es recíproco y puro, dulce, casto, amable y triste a la vez, sobre todo por la imposibilidad de ser real.

Parece increible que una criatura tan aparentemente frágil, suave e inocente pueda albergar tanta maldad y furia en su interior.

Es sobrecogedora la escena en la que, tras sacar toda su fuerza interior para enfrentarse a Lestat, dicho sea de paso, aquí Louis queda como un auténtico cobarde, pero es cuando pide a Louis que la levante del suelo ya que sus faldas están mojándose con la sangre del cuello que ella acaba de rebanarle a Lestat, en ese momento, ella, con el cuchillo aún en la mano, recupera parte de su inocencia parte de su "quiero-ser-y-no-puedo-ser-porque-mi-estatura-no-me-lo-permite".

Me parece un personaje sorprendente y pienso que su muerte es injusta, además no entiendo como Anne Rice prescinde de ella tan pronto, ya que tiene una facetas tan ricas y variadas que le habría dado mucho juego en sus posteriores novelas.

Aunque, habrían sido amargas las historias vividas por Claudia, por su obligada niñez eterna. Y siempre nos habríamos seguido preguntando, como sin duda se cuestionaba ella: ¿Cómo habría sido si hubiera tenido la oportunidad de crecer?


Allan Poe: 200 años de terror

Cómo pasa el tiempo. Que se lo digan a los fans del rey del terror, Edgar Allan Poe, que en este 2009 conmemora su bicentenario.

Quién se lo iba a decir al Poe atormentado de entonces, huérfano y enfermizo -el escritor maldito-, que algún día iba a llegar a ser considerado como el más grande escritor de relato de terror de todos los tiempos.

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La influencia de Poe, cuyas exploraciones intelectuales incluyeron asuntos como la criptografía y la cosmología, alcanzó a escritores como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y H. P. Lovecraft. Los relatos de Poe se han multiplicado en adaptaciones cinematográficas, en cómics, y en la televisión (como algunos episodios de la serie española Historias para no dormir) y en las series de dibujos animados, como Los Simpson, en la que se ha recreado el poema El cuervo. Durante la conmemoración del 199 cumpleaños de Poe, el año pasado, más de 150 personas se congregaron fuera del cementerio de la Iglesia Presbiteriana Westminter.ç



Descubrí a Poe hará unos años, cuando el mundo de lo oscuro empezaba a susurrarme al oído. Y la verdad es que lo adoro. No me extraña que en todo este año se celebren multitud de conmemoraciones y actos para recordar a este genio del misterio y de ponernos los pelos de punta.

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Ligeia

Y allí dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.
-Joseph Glanvill

Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo ni siquiera dónde conocí a Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces y el sufrimiento ha debilitado mi memoria. O quizá no puedo rememorar ahora aquellas cosas porque, a decir verdad, el carácter de mi amada, su raro saber, su belleza singular y, sin embargo, plácida, y la penetrante y cautivadora elocuencia de su voz profunda y musical, se abrieron camino en mi corazón con pasos tan constantes, tan cautelosos, que me pasaron inadvertidos e ignorados. No obstante, creo haberla conocido y visto, las más de las veces, en una vasta, ruinosa ciudad cerca del Rin. Seguramente le oí hablar de su familia. No cabe duda de que su estirpe era remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que, por su índole, pueden como ninguno amortiguar las impresiones del mundo exterior, sólo por esta dulce palabra, Ligeia, acude a los ojos de mi fantasía la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, me asalta como un rayo el recuerdo de que nunca supe el apellido de quien fuera mi amiga y prometida, luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi corazón. ¿Fue por una amable orden de parte de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi afecto, que me estaba vedado indagar sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una loca y romántica ofrenda en el altar de la devoción más apasionada? Sólo recuerdo confusamente el hecho. ¿Es de extrañarse que haya olvidado por completo las circunstancias que lo originaron y lo acompañaron? Y en verdad, si alguna vez ese espíritu al que llaman Romance, si alguna vez la pálida Ashtophet del Egipto idólatra, con sus alas tenebrosas, han presidido, como dicen, los matrimonios fatídicos, seguramente presidieron el mío.

Hay un punto muy caro en el cual, sin embargo, mi memoria no falla. Es la persona de Ligeia. Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi descarnada. Sería vano intentar la descripción de su majestad, la tranquila soltura de su porte o la inconcebible ligereza y elasticidad de su paso. Entraba y salía como una sombra. Nunca advertía yo su aparición en mi cerrado gabinete de trabajo de no ser por la amada música de su voz dulce, profunda, cuando posaba su mano marmórea sobre mi hombro. Ninguna mujer igualó la belleza de su rostro. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea y arrebatadora, más extrañamente divina que las fantasías que revoloteaban en las almas adormecidas de las hijas de Delos. Sin embargo, sus facciones no tenían esa regularidad que falsamente nos han enseñado a adorar en las obras clásicas del paganismo. "No hay belleza exquisita -dice Bacon, Verulam, refiriéndose con justeza a todas las formas y géneros de la hermosura- sin algo de extraño en las proporciones." No obstante, aunque yo veía que las facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica, aunque sentía que su hermosura era, en verdad, "exquisita" y percibía mucho de "extraño" en ella, en vano intenté descubrir la irregularidad y rastrear el origen de mi percepción de lo "extraño". Examiné el contorno de su frente alta, pálida: era impecable -¡qué fría en verdad esta palabra aplicada a una majestad tan divina!- por la piel, que rivalizaba con el marfil más puro, por la imponente amplitud y la calma, la noble prominencia de las regiones superciliares; y luego los cabellos, como ala de cuervo, lustrosos, exuberantes y naturalmente rizados, que demostraban toda la fuerza del epíteto homérico: "cabellera de jacinto". Miraba el delicado diseño de la nariz y sólo en los graciosos medallones de los hebreos he visto una perfección semejante. Tenía la misma superficie plena y suave, la misma tendencia casi imperceptible a ser aguileña, las mismas aletas armoniosamente curvas, que revelaban un espíritu libre. Contemplaba la dulce boca. Allí estaba en verdad el triunfo de todas las cosas celestiales: la magnífica sinuosidad del breve labio superior, la suave, voluptuosa calma del inferior, los hoyuelos juguetones y el color expresivo; los dientes, que reflejaban con un brillo casi sorprendente los rayos de la luz bendita que caían sobre ellos en la más serena y plácida y, sin embargo, radiante, triunfal de todas las sonrisas. Analizaba la forma del mentón y también aquí encontraba la noble amplitud, la suavidad y la majestad, la plenitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno que el dios Apolo reveló tan sólo en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense. Y entonces me asomaba a los grandes ojos de Ligeia.

Para los ojos no tenemos modelos en la remota antigüedad. Quizá fuera, también, que en los de mi amada yacía el secreto al cual alude Verulam. Eran, creo, más grandes que los ojos comunes de nuestra raza, más que los de las gacelas de la tribu del valle de Nourjahad. Pero sólo por instantes -en los momentos de intensa excitación- se hacía más notable esta peculiaridad de Ligeia. Y en tales ocasiones su belleza -quizá la veía así mi imaginación ferviente- era la de los seres que están por encima o fuera de la tierra, la belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Los ojos eran del negro más brillante, velados por oscuras y largas pestañas. Las cejas, de diseño levemente irregular, eran del mismo color. Sin embargo, lo "extraño" que encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del color, del brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido tras cuya vasta latitud de simple sonido se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! La expresión de los ojos de Ligeia... ¡Cuántas horas medité sobre ella! ¡Cuántas noches de verano luché por sondearla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito, que yacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de los astrólogos.

No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la ciencia psicológica, punto más atrayente, más excitante que el hecho -nunca, creo, mencionado por las escuelas- de que en nuestros intentos por traer a la memoria algo largo tiempo olvidado, con frecuencia llegamos a encontrarnos al borde mismo del recuerdo, sin poder, al fin, asirlo. Y así cuántas veces, en mi intenso examen de los ojos de Ligeia, sentí que me acercaba al conocimiento cabal de su expresión, me acercaba, aún no era mío, y al fin desaparecía por completo. Y (¡extraño, ah, el más extraño de los misterios!) encontraba en los objetos más comunes del universo un círculo de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de Ligeia penetró en mi espíritu, donde moraba como en un altar, yo extraía de muchos objetos del mundo material un sentimiento semejante al que provocaban, dentro de mí, sus grandes y luminosas pupilas. Pero no por ello puedo definir mejor ese sentimiento, ni analizarlo, ni siquiera percibirlo con calma. Lo he reconocido a veces, repito, en una viña, que crecía rápidamente, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de un veloz curso de agua. Lo he sentido en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gentes muy viejas. Y hay una o dos estrellas en el cielo (especialmente una, de sexta magnitud, doble y cambiante, que puede verse cerca de la gran estrella de Lira) que, miradas con el telescopio, me han inspirado el mismo sentimiento. Me ha colmado al escuchar ciertos sones de instrumentos de cuerda, y no pocas veces al leer pasajes de determinados libros. Entre innumerables ejemplos, recuerdo bien algo de un volumen de Joseph Glanvill que (quizá simplemente por lo insólito, ¿quién sabe?) nunca ha dejado de inspirarme ese sentimiento: "Y allí dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad".

Los años transcurridos y las reflexiones consiguientes me han permitido rastrear cierta remota conexión entre este pasaje del moralista inglés y un aspecto del carácter de Ligeia. La intensidad de pensamiento, de acción, de palabra, era posiblemente en ella un resultado, o por lo menos un índice, de esa gigantesca voluntad que durante nuestras largas relaciones no dejó de dar otras pruebas más numerosas y evidentes de su existencia. De todas las mujeres que jamás he conocido, la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era presa con más violencia que nadie de los tumultuosos buitres de la dura pasión. Y no podía yo medir esa pasión como no fuese por el milagroso dilatarse de los ojos que me deleitaban y aterraban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación, la claridad y la placidez de su voz tan profunda, y por la salvaje energía (doblemente efectiva por contraste con su manera de pronunciarlas) con que profería habitualmente sus extrañas palabras.

He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, como nunca lo hallé en una mujer. Su conocimiento de las lenguas clásicas era profundo, y, en la medida de mis nociones sobre los modernos dialectos de Europa, nunca la descubrí en falta. A decir verdad, en cualquier tema de la alabada erudición académica, admirada simplemente por abstrusa, ¿descubrí alguna vez a Ligeia en falta? ¡De qué modo singular y penetrante este punto de la naturaleza de mi esposa atrajo, tan sólo en el último periodo, mi atención! Dije que sus conocimientos eran tales que jamás los hallé en otra mujer, pero, ¿dónde está el hombre que ha cruzado, y con éxito, toda la amplia extensión de las ciencias morales, físicas y metafísicas? No vi entonces lo que ahora advierto claramente: que las adquisiciones de Ligeia eran gigantescas, eran asombrosas; sin embargo, tenía suficiente conciencia de su infinita superioridad para someterme con infantil confianza a su guía en el caótico mundo de la investigación metafísica, a la cual me entregué activamente durante los primeros años de nuestro matrimonio. ¡Con qué amplio sentimiento de triunfo, con qué vivo deleite, con qué etérea esperanza sentía yo -cuando ella se entregaba conmigo a estudios poco frecuentes, poco conocidos- esa deliciosa perspectiva que se agrandaba en lenta gradación ante mí, por cuya larga y magnífica senda no hollada podía al fin alcanzar la meta de una sabiduría demasiado premiosa, demasiado divina para no ser prohibida!

¡Así, con qué punzante dolor habré visto, después de algunos años, emprender vuelo a mis bien fundadas esperanzas y desaparecer! Sin Ligeia era yo un niño a tientas en la oscuridad. Sólo su presencia, sus lecturas, podían arrojar vívida luz sobre los muchos misterios del trascendentalismo en los cuales vivíamos inmersos. Privadas del radiante brillo de sus ojos, esas páginas, leves y doradas, tornáronse más opacas que el plomo saturnino. Y aquellos ojos brillaron cada vez con menos frecuencia sobre las páginas que yo escrutaba. Ligeia cayó enferma. Los extraños ojos brillaron con un fulgor demasiado, demasiado magnífico; los pálidos dedos adquirieron la transparencia cerúlea de la tumba y las venas azules de su alta frente latieron impetuosamente en las alternativas de la más ligera emoción. Vi que iba a morir y luché desesperadamente en espíritu con el torvo Azrael. Y las luchas de la apasionada esposa eran, para mi asombro, aún más enérgicas que las mías. Muchos rasgos de su adusto carácter me habían convencido de que para ella la muerte llegaría sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una idea de la fiera resistencia que opuso a la Sombra. Gemí de angustia ante el lamentable espectáculo. Yo hubiera querido calmar, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir, vivir, sólo vivir, el consuelo y la razón eran el colmo de la locura. Sin embargo, hasta el último momento, en las convulsiones más violentas de su espíritu indómito, no se conmovió la placidez exterior de su actitud. Su voz se tornó más suave; más profunda, pero yo no quería demorarme en el extraño significado de las palabras pronunciadas con calma. Mi mente vacilaba al escuchar fascinada una melodía sobrehumana, conjeturas y aspiraciones que la humanidad no había conocido hasta entonces.

De su amor no podía dudar, y me era fácil comprender que, en un pecho como el suyo, el amor no reinaba como una pasión ordinaria. Pero sólo en la muerte medí toda la fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí los excesos de un corazón cuya devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo había merecido yo la bendición de semejantes confesiones? ¿Cómo había merecido la condena de que mi amada me fuese arrebatada en el momento en que me las hacía? Pero no puedo soportar el extenderme sobre este punto. Sólo diré que en el abandono más que femenino de Ligeia al amor, ay, inmerecido, otorgado sin ser yo digno, reconocí el principio de su ansioso, de su ardiente deseo de vida, esa vida que huía ahora tan velozmente. Soy incapaz de describir, no tengo palabras para expresar esa ansia salvaje, esa anhelante vehemencia de vivir, sólo vivir.

La medianoche en que murió me llamó perentoriamente a su lado, pidiéndome que repitiera ciertos versos que había compuesto pocos días antes. La obedecí. Helos aquí:

¡Vedla! ¡Es noche de gala
en los últimos años solitarios!
La multitud de ángeles alados,
con sus velos, en lágrimas bañados,
son público de un teatro que contempla
un drama de esperanzas y temores,
mientras toca la orquesta, indefinida,
la música sin fin de las esferas.

Imágenes del Dios que está en lo alto,
allí los mimos gruñen y mascullan,
corren aquí y allá; y los apremian
vastas cosas informes
que el escenario alteran de continuo,
vertiendo de sus alas desplegadas,
un invisible, largo Sufrimiento.

¡Este múltiple drama ya jamás,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma siempre perseguido
por una multitud que no lo alcanza,
en un círculo siempre de retorno
al lugar primitivo,
y mucho de Locura, y más Pecado,
y más Horror -el alma de la intriga.

¡Ah, ved: entre los mimos en tumulto
una forma reptante se insinúa!
¡Roja como la sangre se retuerce
en la escena desnuda!
¡Se retuerce y retuerce! Y en tormentos
los mimos son su presa,
y sus fauces destilan sangre humana,
y los ángeles lloran.

¡Apáganse las luces, todas, todas!
Y sobre cada forma estremecida
cae el telón, cortina funeraria,
con fragor de tormenta.
Y los ángeles pálidos y exangües,
ya de pie, ya sin velos, manifiestan
que el drama es el del "Hombre", y que es su héroe
el Vencedor Gusano.

-¡Oh, Dios! -gritó casi Ligeia, incorporándose de un salto y tendiendo sus brazos al cielo con un movimiento espasmódico, al terminar yo estos versos. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Padre Celestial! ¿Estas cosas ocurrirán irremisiblemente? ¿El Vencedor no será alguna vez vencido? ¿No somos una parte, una parcela de Ti? ¿Quién, quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.

Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer los blancos brazos y volvió solemnemente a su lecho de muerte. Y mientras lanzaba los últimos suspiros, mezclado con ellos brotó un suave murmullo de sus labios. Acerqué mi oído y distinguí de nuevo las palabras finales del pasaje de Glanvill: "El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad".

Murió; y yo, deshecho, pulverizado por el dolor, no pude soportar más la solitaria desolación de mi morada, y la sombría y ruinosa ciudad a orillas del Rin. No me faltaba lo que el mundo llama fortuna. Ligeia me había legado más, mucho más, de lo que por lo común cae en suerte a los mortales. Entonces, después de unos meses de vagabundeo tedioso, sin rumbo, adquirí y reparé en parte una abadía cuyo nombre no diré, en una de las más incultas y menos frecuentadas regiones de la hermosa Inglaterra. La sombría y triste vastedad del edificio, el aspecto casi salvaje del dominio, los numerosos recuerdos melancólicos y venerables vinculados con ambos, tenían mucho en común con los sentimientos de abandono total que me habían conducido a esa remota y huraña región del país. Sin embargo, aunque el exterior de la abadía, ruinoso, invadido de musgo, sufrió pocos cambios, me dediqué con infantil perversidad, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas, a desplegar en su interior magnificencias más que reales. Siempre, aun en la infancia, había sentido gusto por esas extravagancias, y entonces volvieron como una compensación del dolor. ¡Ay, ahora sé cuánto de incipiente locura podía descubrirse en los suntuosos y fantásticos tapices, en las solemnes esculturas de Egipto, en las extrañas cornisas, en los moblajes, en los vesánicos diseños de las alfombras de oro recamado! Me había convertido en un esclavo preso en las redes del opio, y mis trabajos y mis planes cobraron el color de mis sueños. Pero no me detendré en el detalle de estos absurdos. Hablaré tan sólo de ese aposento por siempre maldito, donde en un momento de enajenación conduje al altar -como sucesora de la inolvidable Ligeia- a Rowena Trevanion de Tremaine, la de rubios cabellos y ojos azules.

No hay una sola partícula de la arquitectura y la decoración de aquella cámara nupcial que no se presente ahora ante mis ojos. ¿Dónde tenía el corazón la altiva familia de la novia para permitir, movida por su sed de oro, que una doncella, una hija tan querida, pasara el umbral de un aposento tan adornado? He dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de la cámara -yo, que tristemente olvido cosas de profunda importancia- y, sin embargo, no había orden, no había armonía en aquel lujo fantástico, que se impusieran a mi memoria. La habitación estaba en una alta torrecilla de la abadía fortificada, era de forma pentagonal y de vastas dimensiones. Ocupaba todo el lado sur del pentágono la única ventana, un inmenso cristal de Venecia de una sola pieza y de matiz plomizo, de suerte que los rayos del sol o de la luna, al atravesarlo, caían con brillo horrible sobre los objetos. En lo alto de la inmensa ventana se extendía el enrejado de una añosa vid que trepaba por los macizos muros de la torre. El techo, de sombrío roble, era altísimo, abovedado y decorosamente decorado con los motivos más extraños, más grotescos, de un estilo semigótico, semidruídico. Del centro mismo de esa melancólica bóveda colgaba, de una sola cadena de oro de largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, en estilo sarraceno, con múltiples perforaciones dispuestas de tal manera que a través de ellas, como dotadas de la vitalidad de una serpiente, veíanse las contorsiones continuas de llamas multicolores.

Había algunas otomanas y candelabros de oro de forma oriental, y también el lecho, el lecho nupcial, de modelo indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con baldaquino como una colgadura fúnebre. En cada uno de los ángulos del aposento había un gigantesco sarcófago de granito negro proveniente de las tumbas reales erigidas frente a Luxor, con sus antiguas tapas cubiertas de inmemoriales relieves. Pero en las colgaduras del aposento se hallaba, ay, la fantasía más importante. Los elevados muros, de gigantesca altura -al punto de ser desproporcionados-, estaban cubiertos de arriba abajo, en vastos pliegues, por una pesada y espesa tapicería, tapicería de un material semejante al de la alfombra del piso, la cubierta de las otomanas y el lecho de ébano, del baldaquino y de las suntuosas volutas de los cortinajes que velaban parcialmente la ventana. Este material era el más rico tejido de oro, cubierto íntegramente, con intervalos irregulares, por arabescos en realce, de un pie de diámetro, de un negro azabache. Pero estas figuras sólo participaban de la condición de arabescos cuando se las miraba desde un determinado ángulo. Por un procedimiento hoy común, que puede en verdad rastrearse en periodos muy remotos de la antigüedad, cambiaban de aspecto. Para el que entraba en la habitación tenían la apariencia de simples monstruosidades; pero, al acercarse, esta apariencia desaparecía gradualmente y, paso a paso, a medida que el visitante cambiaba de posición en el recinto, se veía rodeado por una infinita serie de formas horribles pertenecientes a la superstición de los normandos o nacidas en los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico era grandemente intensificado por la introducción artificial de una fuerte y continua corriente de aire detrás de los tapices, la cual daba una horrenda e inquietante animación al conjunto.

Entre esos muros, en esa cámara nupcial, pasé con Rowena de Tremaine las impías horas del primer mes de nuestro matrimonio, y las pasé sin demasiada inquietud. Que mi esposa temiera la índole hosca de mi carácter, que me huyera y me amara muy poco, no podía yo pasarlo por alto; pero me causaba más placer que otra cosa. Mi memoria volaba (¡ah, con qué intensa nostalgia!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la hermosa, la enterrada. Me embriagaba con los recuerdos de su pureza, de su sabiduría, de su naturaleza elevada, etérea, de su amor apasionado, idólatra. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente, con más intensidad que el suyo. En la excitación de mis sueños de opio (pues me hallaba habitualmente aherrojado por los grilletes de la droga) gritaba su nombre en el silencio de la noche, o durante el día, en los sombreados retiros de los valles, como si con esa salvaje vehemencia, con la solemne pasión, con el fuego devorador de mi deseo por la desaparecida, pudiera restituirla a la senda que había abandonado -ah, ¿era posible que fuese para siempre?- en la tierra.

Al comenzar el segundo mes de nuestro matrimonio, Rowena cayó súbitamente enferma y se repuso lentamente. La fiebre que la consumía perturbaba sus noches, y en su inquieto semisueño hablaba de sonidos, de movimientos que se producían en la cámara de la torre, cuyo origen atribuí a los extravíos de su imaginación o quizá a la fantasmagórica influencia de la cámara misma. Llegó, al fin, la convalecencia y, por último, el restablecimiento total. Sin embargo, había transcurrido un breve periodo cuando un segundo trastorno más violento la arrojó a su lecho de dolor; y de este ataque, su constitución, que siempre fuera débil, nunca se repuso del todo. Su mal, desde entonces, tuvo un carácter alarmante y una recurrencia que lo era aún más, y desafiaba el conocimiento y los grandes esfuerzos de los médicos. Con la intensificación de su mal crónico -el cual parecía haber invadido de tal modo su constitución que era imposible desarraigarlo por medios humanos-, no pude menos de observar un aumento similar en su irritabilidad nerviosa y en su excitabilidad para el miedo motivado por causas triviales. De nuevo hablaba, y ahora con más frecuencia e insistencia, de los sonidos, de los leves sonidos y de los movimientos insólitos en las colgaduras, a los cuales aludiera en un comienzo.

Una noche, próximo el fin de septiembre, impuso a mi atención este penoso tema con más insistencia que de costumbre. Acababa de despertar de un sueño inquieto, y yo había estado observando, con un sentimiento en parte de ansiedad, en parte de vago terror, los gestos de su semblante descarnado. Me senté junto a su lecho de ébano, en una de las otomanas de la India. Se incorporó a medias y habló, con un susurro ansioso, bajo, de los sonidos que estaba oyendo y yo no podía oír, de los movimientos que estaba viendo y yo no podía percibir. El viento corría velozmente detrás de los tapices y quise mostrarle (cosa en la cual, debo decirlo, no creía yo del todo) que aquellos suspiros casi inarticulados y aquellas levísimas variaciones de las figuras de la pared eran tan sólo los naturales efectos de la habitual corriente de aire. Pero la palidez mortal que se extendió por su rostro me probó que mis esfuerzos por tranquilizarla serían infructuosos. Pareció desvanecerse y no había criados a quien recurrir. Recordé el lugar donde había un frasco de vino ligero que le habían prescrito los médicos, y crucé presuroso el aposento en su busca. Pero, al llegar bajo la luz del incensario, dos circunstancias de índole sorprendente llamaron mi atención. Sentí que un objeto palpable, aunque invisible, rozaba levemente mi persona, y vi que en la alfombra dorada, en el centro mismo del rico resplandor que arrojaba el incensario, había una sombra, una sombra leve, indefinida, de aspecto angélico, como cabe imaginar la sombra de una sombra. Pero yo estaba perturbado por la excitación de una inmoderada dosis de opio; poco caso hice a estas cosas y no las mencioné a Rowena. Encontré el vino, crucé nuevamente la cámara y llené un vaso, que llevé a los labios de la desvanecida. Ya se había recobrado un tanto, sin embargo, y tomó el vaso en sus manos, mientras yo me dejaba caer en la otomana que tenía cerca, con los ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando percibí claramente un paso suave en la alfombra, cerca del lecho, y un segundo después, mientras Rowena alzaba la copa de vino hasta sus labios, vi o quizá soñé que veía caer dentro del vaso, como surgida de un invisible surtidor en la atmósfera del aposento, tres o cuatro grandes gotas de fluido brillante, del color del rubí. Si yo lo vi, no ocurrió lo mismo con Rowena. Bebió el vino sin vacilar y me abstuve de hablarle de una circunstancia que, según pensé, debía considerarse como sugestión de una imaginación excitada, cuya actividad mórbida aumentaban el terror de mi mujer, el opio y la hora.

Sin embargo, no pude dejar de percibir que, inmediatamente después de la caída de las gotas color rubí, se producía una rápida agravación en el mal de mi esposa, de suerte que la tercera noche las manos de sus doncellas la prepararon para la tumba, y la cuarta la pasé solo, con su cuerpo amortajado, en aquella fantástica cámara que la recibiera recién casada. Extrañas visiones engendradas por el opio revoloteaban como sombras delante de mí. Observé con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la habitación, las cambiantes figuras de los tapices, las contorsiones de las llamas multicolores en el incensario suspendido. Mis ojos cayeron entonces, mientras trataba de recordar las circunstancias de una noche anterior, en el lugar donde, bajo el resplandor del incensario, había visto las débiles huellas de la sombra. Pero ya no estaba allí, y, respirando con más libertad, volví la mirada a la pálida y rígida figura tendida en el lecho. Entonces me asaltaron mil recuerdos de Ligeia, y cayó sobre mi corazón, con la turbulenta violencia de una marea, todo el indecible dolor con que había mirado su cuerpo amortajado. La noche avanzaba, y con el pecho lleno de amargos pensamientos, cuyo objeto era mi único, mi supremo amor, permanecí contemplando el cuerpo de Rowena.

Quizá fuera media noche, tal vez más temprano o más tarde, pues no tenía conciencia del tiempo, cuando un sollozo sofocado, suave, pero muy claro, me sacó bruscamente de mi ensueño. Sentí que venía del lecho de ébano, del lecho de muerte. Presté atención en una agonía de terror supersticioso, pero el sonido no se repitió. Esforcé la vista para descubrir algún movimiento del cadáver, mas no advertí nada. Sin embargo, no podía haberme equivocado. Había oído el ruido, aunque débil, y mi espíritu estaba despierto. Mantuve con decisión, con perseverancia, la atención clavada en el cuerpo. Transcurrieron algunos minutos sin que ninguna circunstancia arrojara luz sobre el misterio. Por fin, fue evidente que un color ligero, muy débil y apenas perceptible se difundía bajo las mejillas y a lo largo de las hundidas venas de los párpados. Con una especie de horror, de espanto indecibles, que no tiene en el lenguaje humano expresión suficientemente enérgica, sentí que mi corazón dejaba de latir, que mis miembros se ponían rígidos. Sin embargo, el sentimiento del deber me devolvió la presencia de ánimo. Ya no podía dudar de que nos habíamos apresurado en los preparativos, de que Rowena aún vivía. Era necesario hacer algo inmediatamente; pero la torre estaba muy apartada de las dependencias de la servidumbre, no había nadie cerca, yo no tenía modo de llamar en mi ayuda sin abandonar la habitación unos minutos, y no podía aventurarme a salir. Luché solo, pues, en mi intento de volver a la vida el espíritu aún vacilante. Pero, al cabo de un breve periodo, fue evidente la recaída; el color desapareció de los párpados y las mejillas, dejándolos más pálidos que el mármol; los labios estaban doblemente apretados y contraídos en la espectral expresión de la muerte; una viscosidad y un frío repulsivos cubrieron rápidamente la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez cadavérica sobrevino de inmediato. Volví a desplomarme con un estremecimiento en el diván de donde me levantara tan bruscamente y de nuevo me entregué a mis apasionadas visiones de Ligeia.

Así transcurrió una hora cuando (¿era posible?) advertí por segunda vez un vago sonido procedente de la región del lecho. Presté atención en el colmo del horror. El sonido se repitió: era un suspiro. Precipitándome hacia el cadáver, vi -claramente- temblar los labios. Un minuto después se entreabrían, descubriendo una brillante línea de dientes nacarados. La estupefacción luchaba ahora en mi pecho con el profundo espanto que hasta entonces reinara solo. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y sólo por un violento esfuerzo logré al fin cobrar ánimos para ponerme a la tarea que mi deber me señalaba una vez más. Había ahora cierto color en la frente, en las mejillas y en la garganta; un calor perceptible invadía todo el cuerpo; hasta se sentía latir levemente el corazón. Mi esposa vivía, y con redoblado ardor me entregué a la tarea de resucitarla. Froté y friccioné las sienes y las manos, y utilicé todos los expedientes que la experiencia y no pocas lecturas médicas me aconsejaban. Pero en vano. De pronto, el color huyó, las pulsaciones cesaron, los labios recobraron la expresión de la muerte y, un instante después, el cuerpo todo adquiría el frío de hielo, el color lívido, la intensa rigidez, el aspecto consumido y todas las horrendas características de quien ha sido, por muchos días, habitante de la tumba.

Y de nuevo me sumí en las visiones de Ligeia, y de nuevo (¿y quién ha de sorprenderse de que me estremezca al escribirlo?), de nuevo llegó a mis oídos un sollozo ahogado que venía de la zona del lecho de ébano. Mas, ¿a qué detallar el inenarrable horror de aquella noche? ¿A qué detenerme a relatar cómo, hasta acercarse el momento del alba gris, se repitió este horrible drama de resurrección; cómo cada espantosa recaída terminaba en una muerte más rígida y aparentemente más irremediable; cómo cada agonía cobraba el aspecto de una lucha con algún enemigo invisible, y cómo cada lucha era sucedida por no sé qué extraño cambio en el aspecto del cuerpo? Permitidme que me apresure a concluir.

La mayor parte de la espantosa noche había transcurrido, y la que estuviera muerta se movió de nuevo, ahora con más fuerza que antes, aunque despertase de una disolución más horrenda y más irreparable. Yo había cesado hacía rato de luchar o de moverme, y permanecía rígido, sentado en la otomana, presa indefensa de un torbellino de violentas emociones, de todas las cuales el pavor era quizá la menos terrible, la menos devoradora. El cadáver, repito, se movía, y ahora con más fuerza que antes. Los colores de la vida cubrieron con inusitada energía el semblante, los miembros se relajaron y, de no ser por los párpados aún apretados y por las vendas y paños que daban un aspecto sepulcral a la figura, podía haber soñado que Rowena había sacudido por completo las cadenas de la muerte. Pero si entonces no acepté del todo esta idea, por lo menos pude salir de dudas cuando, levantándose del lecho, a tientas, con débiles pasos, con los ojos cerrados y la manera peculiar de quien se ha extraviado en un sueño, aquel ser amortajado avanzó osadamente, palpablemente, hasta el centro del aposento.

No temblé, no me moví, pues una multitud de ideas inexpresables vinculadas con el aire, la estatura, el porte de la figura cruzaron velozmente por mi cerebro, paralizándome, convirtiéndome en fría piedra. No me moví, pero contemplé la aparición. Reinaba un loco desorden en mis pensamientos, un tumulto incontenible. ¿Podía ser, realmente, Rowena viva la figura que tenía delante? ¿Podía ser realmente Rowena, Rowena Trevanion de Tremaine, la de los cabellos rubios y los ojos azules? ¿Por qué, por qué lo dudaba? El vendaje ceñía la boca, pero ¿podía no ser la boca de Rowena de Tremaine? Y las mejillas -con rosas como en la plenitud de su vida-, sí podían ser en verdad las hermosas mejillas de la viviente señora de Tremaine. Y el mentón, con sus hoyuelos, como cuando estaba sana, ¿podía no ser el suyo? Pero entonces, ¿había crecido ella durante su enfermedad? ¿Qué inenarrable locura me invadió al pensarlo? De un salto llegué a sus pies. Estremeciéndose a mi contacto, dejó caer de la cabeza, sueltas, las horribles vendas que la envolvían, y entonces, en la atmósfera sacudida del aposento, se desplomó una enorme masa de cabellos desordenados: ¡eran más negros que las alas de cuervo de la medianoche! Y lentamente se abrieron los ojos de la figura que estaba ante mí. "¡En esto, por lo menos -grité-, nunca, nunca podré equivocarme! ¡Éstos son los grandes ojos, los ojos negros, los extraños ojos de mi perdido amor, los de... los de LIGEIA!"

FIN

Los vampiros más guapos

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¡Este es mi favorito, por supuesto!

El Prado en Google Earth

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No hay nada que supere la contemplación de una obra de arte en directo, pero nunca hasta ahora se ha podido admirar con este altísimo nivel de detalle los 14 cuadros del Museo del Prado que acaban de ser incorporados a Google Earth. El jardín de las Delicias, Las Tres Gracias o El Caballero de la Mano en el Pecho pueden ser observados con una calidad microscópica que permite hasta ver las costuras de la restauración del lienzo de Las Meninas.


"Una imagen no sustituye a la experiencia de la obra en directo, pero estas reproducciones a tamaño natural aportan un realismo prodigioso", ha reconocido Miguel Zugaza, director del Museo del Prado, quien se ha mostrado especialmente satisfecho por ser la primera pinacoteca del mundo que ha llevado sus obras a Internet en esta iniciativa pionera de Google.

"Es una visión única. En un el museo no nos podemos acercar tanto al cuadro o necesitaríamos una escalera de tres metros para obtener estas visiones", ha explicado durante la presentación de este nuevos servicio Clara Rivera, responsable de geolocalización de Google España y promotora de este proyecto que se le ocurrió poner en marcha en ese 10% de tiempo que el buscador deja libre a sus empleados para que indaguen en nuevas ideas.

Google ha financiado enteramente este proyecto que le ha llevado a fotografiar, en colaboración de la compañía madrileña Mad Pixel, trazo a trazo las 14 obras maestras del Prado en mega alta resolución para después componer todo el cuadro como si se tratase de un puzzle digital. En total se han realizado 8.200 fotografías (1.600 fotos sólo para El Jardín de las Delicias).

http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/8/88/Hieronymus_Bosch_-_The_Garden_of_Earthly_Delights_-_Garden_of_Earthly_Delights_%28Ecclesia%27s_Paradise%29.jpg

Este sistema permite navegar por la obra, acercarse y seleccionar el detalle que se quiere ampliar gracias a los 14.000 megapíxeles de resolución de las imágenes, que suponen una nitidez hasta 1.400 veces mayor que la que se obtendría con una cámara digital de 10 megapíxeles de las que usa en la actualidad cualquier turista.

"No hay mejor manera que rendir tributo a los grandes maestros que universalizar su arte y hacerlo accesible al mayor número de personas", ha reflexionado Zugaza quien ha querido aclarar que el criterio de selección de las obras ha respondido a un elemento didáctico. "Son las 14 obras imprescindibles en la visita del Museo del Prado, aunque en mi opinión podrían incluirse las 1.000 que están expuestas", ha añadido el director del museo que ha aprovechado para recordar que toda información sobre la colección del Prado también está disponible en su página web.

Por el momento, Google Earth se va a limitar a esta exposición reducida del Museo del Prado, pero no se descarta la posibilidad de ir incorporando nuevas obras y de otras pinacotecas. "Tendremos que evaluar la acogida que recibe esta iniciativa", ha comentado Javier Rodríguez Zapatero, director general de Google España, que no quiso desvelar la inversión que ha supuesto este proyecto, el cual considera un "hito y un placer".

El Museo del Prado abrió por las noches para permitir realizar estas fotografías, que han llevado más de tres meses de trabajo, a los que se han sumado otros cuatro para poder poner en marcha la navegación a través de Google Earth. Para poder disfrutar de estas reproducciones digitales hay que descargarse el programa de Google Earth, activar la visión en tres dimensiones y pinchar sobre el museo del Prado.

EL PAÍS

Temores infantiles

Joshua Hoffine es un artista escalofriante capaz de plasmar los temores infantiles como nadie, haciendo uso de maquillaje una sorprendente puesta en escena y una imaginación sin igual recrea imágenes aterradoras que te estremeceran. Según cuenta en su página personal donde podeis comprar su obra no emplea prácticamente el photoshop y manipula las fotografias en las que emplea a familiares y amigos como protagonistas lo mínimo posible, el resultado es espectacular.

























He de confesar que a mí lo que más miedo me daba era lo que podía encontrar debajo de la cama, aquel monstruo maligno que vivía entre pelusas.

 
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